Hoy hablamos de:
Casas de Acogida
Entre el cielo de un hogar definitivo, de un techo bajo el que sentirse por fin en casa, rodeado de seres de luz, de sonrisas y carreras felices, de abrazos. El cielo de una vida por fin en paz el tiempo que toque vivir, en la casa en la que todo ocurrirá y acabará.
Entre el suelo helador del abandono, del dolor, de la indiferencia. De la atroz cuneta cubierta de sangre y soledad o apenas a unos centímetros sobre él, colgando de sogas tan retorcidas como las mentes que las anudan.
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Entre el cielo y el suelo existe un lugar lleno de mullidas y acogedoras
mantas y habitado por seres especiales
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Humanas más fuertes que la mayoría, capaces de rasgarse el corazón a cada poco.
De las que logran negociar con sus instintos.
De las que aprenden a dejar ir para poder ayudar de nuevo.
De esas que descubren que el amor no es posesión, es libertad.
Que solo dejándose romper el alma una y mil veces podrán ofrecer lo más preciado para ellas: oportunidades.
Cada nueva vida que atraviesa su puerta es una aventura que comienza. Una con un final tan feliz como doloroso. Un flechazo con fecha de caducidad. Y lo saben.
Intentan mantener el corazón frío y el alma serena, pero no suele funcionar. Y surge la llama. Solo una de las dos partes sabe que no podrá ser, que esa no será la relación definitiva. Les gustaría hacerles entender que ya están a salvo, pero que aún queda un capítulo más por leer. Que aquello aún es el nudo, no el desenlace. Y, aunque no las entiendan, se dedican a lo que mejor saben: a curar heridas, —de las que se ven y de las que no—, a cicatrizar confianzas, a suturar miedos, a desinfectar traumas.
En ocasiones se quedan poco tiempo y todo es más fácil. Otras la cosa se alarga y los sentimientos se agarran, las miradas se imantan, las respiraciones se acompasan. El tiempo lo complica todo.
Algunos se acaban quedando para siempre y hasta esa alegría trae algo de tristeza: la de cerrar la puerta a más aventuras, a más oportunidades. La de volverse un simple mortal con sus dependencias y limitaciones.
Aunque lo normal es pasar una y otra vez por el doloroso trance de la despedida. La última caricia, el último cuchicheo en la oreja, la última mirada con la mandíbula tensa en ese nuevo hogar elegido minuciosamente. Y, finalmente, el momento de partir sin un trozo de sí mismas. Orgullosas y rotas, arrasadas y completas. Cubiertas de una fina lluvia de lágrimas de amarga alegría.
Suelen tener sus casas repletas de fotos de amigos peludos. Son su historia, el mapa emocional de sus vidas repartido en cada una de esas imágenes. Recuerdan cada nombre, cada edad, cada relato de comienzo triste y final radiante. Si uno busca bien acaba encontrando un trocito de su alma en todas las vidas felices que miran agradecidas a través de esos cuadrados de papel.
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Entre el cielo y el suelo existe un lugar maravilloso.
Lo llaman casa de acogida.
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